03 julio 2009

Una revolución chimba

Cuando todavía está por dilucidarse si corren por América Latina aires de revolución, o más bien de regímenes autoritarios que, escudándose en una posible obra revolucionaria, se creen con el derecho de pasar por encima de cualquier obstáculo, así sea la Constitución y las leyes que una sociedad, a través de sus legítimos representantes, se ha dado, para llevar adelante eso que ellos han bautizado como revolución, vale la pena intentar analizar si lo que aquí está pasando puede considerarse una revolución.

Este es un intento difícil y lo es por lo ambiguo que no sólo el término, sino también el proceso resulta, sobre todo a la luz de la experiencia histórica del turbulento siglo XX. ¿Una revolución es, como la francesa en los turbulentos años finales del siglo XVIII, una destrucción radical de todo lo que había? ¿O es, más bien, la conclusión de una larga guerra civil como en el caso de China?

Creo que esa disyuntiva puede ser zanjada con una decisión tan radical como el proceso que intenta descifrar: una revolución es la construcción de una sociedad justa y libre, como sostuvo Hannah Arendt en su gran obra Sobre la Revolución. Para ella, en efecto, una revolución se hace para lograr la libertad de todos.

En estos tiempos, una revolución es aquella que garantiza la igualdad de condiciones para todos los miembros de una sociedad. Pero de qué condiciones estaríamos hablando; pues ni más ni menos de la que se refiere a que todos -insisto en "todos"- puedan ser provistos de las habilidades y los medios que les permitan una participación adecuada en la construcción de una sociedad próspera, en la que ellos serían tanto "constructores" como "beneficiarios". No creo que haya ninguna otra justificación para asumir los duros costos que implica llevar a cabo una revolución.

Una revolución no puede ser, entonces, una venganza sangrienta y colectiva de un sector de la sociedad contra otro sector. No puede asumir alegremente el riesgo de hundirse en la miseria, con tal de probar no sé qué principio de justicia revolucionaria, y algo quizá más grave: un gran escenario para cuanto experimento loco se quiera hacer con la vida de millones, millones que no dispondrán de otra para realizar las enmiendas requeridas.

Pero lo que históricamente resulta más importante para su realización es que una revolución requiere la voluntad y el deseo de llevarla a cabo, que pueda generar entusiasmo en las mayorías y colaboración de las capas más preparadas de una sociedad. No puede ser una "sorpresita" que un grupo de conjurados le tenía preparada a la mayoría de un país y luego, contra su voluntad, comenzar a hacer de las suyas para imponer lo que a todas luces pocos quieren.

Este fenómeno, más que muchas otras cosas, es el que ha hecho que el entusiasmo inicial se apague y aparezca, horrenda, la cara brutal de la revolución.

Ahora bien, supongamos que pasa lo que viene pasando en Venezuela: un hombre y los suyos, elegidos por una mayoría de un país que tiene unos marcos institucionales, decide que esa gente "votó" por algo que él y los suyos llaman socialismo, y que eso da pie para emprender una ruta que no parece generar entusiasmo sino tensión y temor en vastos sectores, sin los cuales no sólo no se puede llevar a cabo ese proceso de construcción de una sociedad justa, sino que a lo mejor ella tendría que reposar sobre la tiranía y el terror.

Pero el caso venezolano nos obliga a ponernos en una perspectiva muy singular: la del rentismo. Se supone que, beneficiado por una renta petrolera nunca vista hasta su llegada al poder, este supuesto grupo revolucionario podía haber producido, de entrada, un régimen de igualdad absoluta y de pleno disfrute de la prosperidad que esos recursos aseguraron durante 10 años. ¿Ha sido así?

No. En modo alguno. Se han destruido las instituciones, se ha liquidado el aparato productivo, y se ha puesto en severo riesgo la empresa que, justamente, garantizaba el rentismo social. Y mientras, la gente común, los supuestos beneficiarios de esta extraña revolución no han visto cumplida ni una sola de las cosas que tenían derecho a esperar de una revolución.

No ha mejorado su educación, no han mejorado sus posibilidades de gozar de un sistema de salud adecuado y a tiempo, se sienten, no sólo en las calles, sino en la intimidad de su hogar, más amenazados que nunca y no ven, por ningún lado, que eso, eso que es vital para él, le interese a los revolucionarios, a quienes tan bien pintó Barrera Tyszka este domingo.


Antonio Cova Maduro

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