26 diciembre 2008

Su majestad, Hugo I

"Nunca imaginé que lo entregarían así de fácil", comenta Hugo Chávez una vez como asume el gobierno de la República en 1999. Testigos del comentario los hay. Unos dentro, otros fuera de la revolución o en el ostracismo. ¡Y es que en verdad las revoluciones viven del azar y también se engullen a sus propios hijos, antes de cargar con sus enemigos!

Evoca éste una realidad aparente. Juzga a los demás, como aún lo hace, mirándose a sí, esperando se comporten como él lo haría. No se cree, pues, que la denostada IV República le haya reconocido, sin más, su victoria electoral.

Llega al poder, en efecto, con un árbitro de elecciones a quien no conoce, elegido por los partidos de Punto Fijo. No cuenta con la simpatía del Alto Mando Militar, salvo uno que otro de sus miembros, encubiertos, y de no pocos generales retirados quienes aprendieron la regla de los "camaleones" de la política vernácula: arrimarse a la mayoría y usufructuarla hasta que llegue otra.

Pero al gobierno de Rafael Caldera le interesa sostener a toda costa la regularidad democrática e institucional: es su obsesión. Aun así, en 1998, Chávez teme que por haber violentado a la ley ésta no lo ayude en el saldo. Repite, sí, para dar lástima y hacerse la víctima -en manía que no le abandona- que algunos miembros de la milicia intentan asesinarlo. Se trata de su propio fantasma.

José Vicente Rangel, entre tanto, haciéndose eco de la bellaquería del candidato o acaso participando de su trama imaginaria, le pregunta a sus entrevistados si el Gobierno aceptará al ex golpista, de ganar los comicios. Y la respuesta no se hace esperar. El Gobierno respalda a quien el CNE declare como ganador, pero se prepara para enfrentar a quien intente desconocer al árbitro. Esas son las instrucciones recibidas por los Ministros del Interior y de la Defensa.

A fin de cuentas Chávez gana en buena lid. Hasta Salas Römer lo acepta, aun presa de la rabia. La victoria la celebran los suyos y los medios de comunicación, los perseguidos de ahora. La clase media y el empresariado hacen propio el éxito del ex golpista y la embajada norteamericana está de plácemes. Tanto que le otorga una visa diplomática al ex golpista una vez electo.

Esa es la historia y el mismo Chávez aún no se la cree.

El espíritu de atorrante y la desfachatez, empero, no le faltan. De la euforia salta al paroxismo en línea inversa al comportamiento de un Barack Obama, presidente electo de Estados Unidos.

Apenas se ve ungido como gobernante abandona presuroso el modesto apartamento que le prestaran en Caracas unos amigos. No les da las gracias. Y a través de sus ordenanzas -los de siempre, los venidos del cuartel- intima a sus financistas de la oligarquía para que le digan cuánto les debe. ¡Y es que cree bien, aquí sí y desde ya, que se sacó la lotería! Se comporta con la altivez de los boxeadores sobrados, venidos del albañal y quienes, por un golpe de la suerte, se hacen millonarios sin prestarle las espaldas al sol.

En paralelo a su discurso de pícaro, de quejoso de los oropeles que rodearan a los gobiernos anteriores, luego de ofrecer a La Casona para escuela reclama para sí, sin haber jurado como gobernante, la entrega de un primer palacio, La Viñeta. Y allí se muda junto a su clan familiar, el viejo y el nuevo, y desde allí liba y prueba las exquisiteces que a diario le proveen y paga con dineros públicos su novel Casa Militar. La celebración dionisíaca no conocerá de fronteras.

No hay moderación alguna en el otrora descamisado, hijo de Sabaneta, pues no asimila haberse hecho del poder en buena lid y sin resistencias. Exulta tanto de incredulidad que, fatalmente y desde aquel día, se desprende de lo real y toma la senda de Bárbula. Tanto que, antes de colocar sus posaderas en la Casona de Misia Jacinta, tiene un arrojo propio de su nueva circunstancia. Pide que la banda tricolor presidencial se la confeccionen los artesanos de la Casa Real española. Nada menos.

De no creerse, al rompe, en un tris, luego se cree y cree ser ahora el "todo": quiere que cada venezolano se funda en él hasta diluirse en su persona. No se juzga digno, por lo mismo, de un modesto tafetán de colores bordado por las manos de unas humildes monjas venezolanas.

El recuerdo se impone hoy, pues no pocos andan sorprendidos y hasta preocupados por los desvaríos recientes de este "pequeño caporal", suerte de Cipriano Castro redivivo, que se hizo del país hace una década y busca someterlo a su mando hasta la muerte, cual si fuese, que no lo es, una réplica de El Benemérito. ¡Y es que desde 1999 creyó haberse encontrado una corona y de allí que arguya, al pedir que lo reelijan, no estar haciendo nada distinto de cuanto hacen el monarca español y la mismísima reina de Inglaterra!


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