03 mayo 2009

¿Democracia o dictadura?

No es cuestión de doctrina sino de cronología. Una gran mayoría, dominante y hasta determinante de los venezolanos, tiene toda la razón del mundo para sentir que estamos viviendo bajo una dictadura. Si en esa mayoría no se cuenta el autor de esta columna, Manuel Caballero, venezolano, mayor de edad, a quien algunos conocen de vista, trato y comunicación, no es porque me haya pasado para el gobierno: la camisa roja que a veces endoso es un regalo hecho mucho antes de la peste militar, y de la porcina; tampoco mi maletín contiene dólares inconfesos (ni otros). La división entre mayoría y minoría no se hace en este caso entre oficialistas y opositores, pues en la mayoría se incluye hasta a las señoras Iris Varela, Lina Ron y acaso a las mismísimas madamas que las recluyen.

Primero lo primero Expongamos primero las muchas razones de la mayoría y luego las pocas de la minoría. Para ser democráticos, se dará a las primeras más espacio que a las segundas; no sólo porque sean más quienes integran aquellas, sino porque tienen más razones para hacerlo.

Podemos comenzar diciendo que ya no la mayoría, sino la casi unanimidad de los venezolanos, de ser interrogados dirán preferir la democracia a la dictadura; que en el mundo entero, después de la Segunda Guerra Mundial, no existe un solo gobierno que no sea democrático, por aquello que decía La Rochefoucauld de la hipocresía: que es un homenaje del vicio a la virtud. Y que entre los poquísimos que aprueban la dictadura, muchos la llenan de tantas condiciones ("eso sí, sin presos políticos, con prensa libre, sin ventajismo ni fraude electoral y sin robo impune") que al final esta dictadura termina pareciéndose como un gemelo a aquella democracia que el resto del país prefiere.

La libertad encadenada Se suele caracterizar como dictadura a un régimen donde la libertad de expresión es cercenada de mil maneras; y entre ellas, la libertad de información: antes que al adversario que expresa una opinión en la página editorial, se persigue al reportero que muestra el hecho objetivo, desnudo y sin afeites. Una dictadura es un gobierno que cierra emisoras de televisión y de radio y amenaza hacer lo mismo con otras por el único delito de negarse a reseñar exclusivamente el punto de vista del gobierno. Es una dictadura la que trata de liquidar la libertad de asociación, persiguiendo y dado el caso eliminando, a sindicatos, gremios profesionales y hasta a la Iglesia (sin olvidar a la Sinagoga), con argucias leguleyas, o por medio de sicarios; o de vicarios (con la creación de organismos paralelos pagados por el oro oficial).

Una dictadura elimina la separación de poderes, un insustituible (aunque no siempre tan fuerte como sería deseable) dique para controlar el despliegue de los abusos del Ejecutivo.

Eliminar todo control Es decir, busca eliminar por todos los medios los poderes contralores, esos pesos y equilibrios que obstaculizan su conversión en una dictadura comisoria primero, perpetua después, y al final en una tiranía, en el despotismo vitalicio. El siglo veinte conoció diversas formas de acabar con esos poderes rivales: o cerrándolos (desde Lenin hasta Fujimori); matando o aterrorizando a la bancada opositora para obligarla a someterse o abandonar sus curules (desde José Tadeo Monagas hasta Benito Mussolini); o sustituyéndolos por organismos supuestamente comunales o populares (los soviets estalinianos) o por simples cajas de resonancia del Ejecutivo, y cuya actividad se limita a alzar el brazo y a corear el nombre del Jefe Supremo (el Reichstag hitleriano).

Una dictadura es un régimen donde los tribunales no existen para impartir justicia ni buscar la verdad, sino para castigar sistemáticamente a los opositores y cubrir bajo el alcahuete manto de la impunidad a cuanto malhechor haga de las suyas siempre y cuando manifieste a grito herido su adhesión al Comandante en Jefe.

La línea divisoria Como se decía más arriba, entre quienes perciben el régimen que hoy padecemos como una dictadura y quienes todavía no llegamos a afirmarlo tajantemente, la línea divisoria no pasa por la que separa a oficialistas y opositores. Ella existe entre quienes concebimos la dictadura como un mal absoluto y quienes todavía piensan que una dictadura pueda ser "buena". Estos últimos aceptan o por lo menos no pueden negar que todo aquel cuadro que pintábamos en las páginas anteriores sea el del actual régimen venezolano; pero sin embargo siguen votando por él. La diferencia no la dicta ninguna consideración teórica, sino el simple, muy corriente y anualizado almanaque que a diario se deshoja en nuestras paredes.

La línea divisoria pasa por el año 1958: quienes nacieron después de esa fecha tienen todas las razones para caracterizar al régimen actual como una dictadura (lo aprueben o no). Dudarlo todavía, no entraña ninguna aprobación, mucho menos un elogio del mismo.

Como también se escribió al principio, estos últimos tienen muy escasas razones para pensar así. De hecho, se reducen a una: somos el país de Cipriano Castro, de Juan Vicente Gómez y de Marcos Pérez Jiménez. Lo cual equivale a decir que Fulano no es tan malo como Mengano, porque si bien insulta a diario y hambrea a su pobre e indefensa madre, por lo menos todavía no le ha dado una paliza mortal.

Tienen, pues, razón quienes hablan de "neo-dictadura": no es nada semántico, ni bizantino. Lo "nuevo" es que se trata de la primera dictadura del siglo XXI: de nosotros depende que sea también la última.



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