El insulto deviene arma benéfica cuando se maneja desde la soledad de quienes sacan fuerzas de flaquezas para dejar un testimonio de dignidad en medio de un albañal. Ha sido dardo certero frente a los reyes de derecho divino y veneno eficaz ante los autócratas de todos los tiempos, no en balde se convierte en el único desahogo que le permite a un individuo mostrarse diferente y altivo mientras muchos de sus semejantes se inclinan ante el poder. Quizá tengan razón los lectores del Manual de Urbanidad al aconsejar su destierro considerando cómo daña la cohabitación civilizada, pero seguramente no pensará Carreño que en no pocas ocasiones podía mostrarse el insulto como prenda de civilidad. De allí que lo códigos del futuro lo confundan con las censuras legítimas contra el Jefe del Estado para evitar que el corrillo se espabile, un subterfugio que jamás pudo ponderar la buena fe de don Manuel Antonio.
Pero es otra cosa en la boca del poderoso, es afrenta hecha con alevosía o un baldón para la sociedad toda cuando lo vomita un sujeto rodeado por un anillo de escuderos gracias a cuya protección se encumbra como un bramador inaccesible. Entonces el insulto pierde sus virtudes de lanza afilada y de defensa lícita para ser sólo lo que expresa el diccionario en su generalidad: "acometida violenta". O quizá hasta pierda plenamente tal significado para ser como un asalto con nocturnidad frente a la indefensión de quienes carecen de la posibilidad de enfrentarse al mandón y a los mandoncitos en igualdad de condiciones. El mandón y los mandoncitos se marchan raudos con su caravana de guardaespaldas mientras la víctima de sus agravios no encuentra con quien pelear, o se consuela con ofrecer una pelea tardía que no tendrá contestación porque, aparte de bramar, el omnipotente bramador jura que cuenta con el monopolio de la verdad.
Estas consideraciones vienen a cuento por las escandalosas invectivas con las cuales respondió hace poco el señor vicepresidente a un discurso del juez español Baltasar Garzón, dignas del repertorio del más empantanado de los arrabales; y por la vulgar reacción del señor ministro de la Cultura (¡?) frente a unas declaraciones formuladas por el respetado escritor Carlos Pacheco, profesor de la Universidad Simón Bolívar, quien trató de comentar en el periódico su oficio de editor para terminar ante un desplante insolente y ofensivo de quien lleva las riendas del Conac. Ahora no se trata de defender a las víctimas del insulto porque les sobra pólvora para salir airosos y porque ya el profesor Pacheco reaccionó con gran altura y circunspección, sino sólo de referir sus desventuras como evidencia de un estilo establecido en Venezuela desde el advenimiento del chavismo.
¿A quién no le ha faltado el respeto el Presidente de la República en los últimos nueve años, si le ha parecido conveniente? ¿Acaso no ha convertido en objeto de sus improperios a las personas y a las instituciones que se le han atravesado en el camino, sin observar el recato al cual lo obliga su posición en la sociedad? En estos últimos nueve años los segundones del oficialismo, con alguna excepción, simplemente han seguido su ejemplo para que el insulto y el entendimiento del Gobierno sean una misma cosa, para que administrar y ultrajar se hayan vuelto sinónimos. Y en esto de agraviar a la sociedad el régimen ha estrenado caminos insólitos como el reciente de mostrarse el primer magistrado en cadena internacional de televisión con un sujeto de apellido Maradona. Dios los cría¿, hubiera dicho mi abuela aferrada al Manual de Carreño pero convencida de que llegaba un nuevo fin de mundo.
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