La acción no violenta es, sin duda, una amenaza para los gobernantes autoritarios. La temen porque la resistencia pacífica desarma la agresión, porque compite en un campo desconocido para quienes tienen el monopolio de la violencia. La temen porque es el polo opuesto de la psicología del malandro que hoy domina en nuestro país, porque no pueden traducir su lógica ni su lenguaje, porque su ingenio y creatividad contrastan asombrosamente con los argumentos repetitivos y vacíos de la hipócrita revolución.
Pero lo que más irrita al Presidente es que se le ha mostrado a la población que la obediencia y la sumisión es sólo una cara del poder porque sin la conformidad y el consentimiento de los subordinados el mando se derrumba.
Hasta no hace mucho, se creía que la resolución de los conflictos fundamentales que enfrentan las sociedades por la ambición totalitaria de sus mandatarios, la supervivencia y el respeto de los derechos humanos fundamentales, la libertad e independencia de pensamiento, solo toma dos caminos: la sumisión pasiva o la violencia. La resistencia pacífica da otra alternativa para salir de la opresión.
Inspirada en el método de la desobediencia civil de Henry Thoreau y Mohandas Gandhi, la no violencia como técnica política ha sido utilizada en Birmania, Lituania o Zimbabwe y condujo a la Revolución de las Rosas, en Georgia, y al derrocamiento del dictador Slobodan Milosevic, en Serbia, tras la acción pacífica del grupo juvenil Otpor. Su aplicación rompió con la apatía y degradación de las instituciones políticas y produjo cambios importantes en los valores y la cultura política de las sociedades sometidas promoviendo la participación ciudadana.
El éxito de la resistencia pacífica parte de una convicción moral: la responsabilidad del propio subordinado en el sistema que rechaza. La relación entre el mando y la obediencia es de mutua influencia. Si no hay consentimiento, si no hay quien obedezca, no hay poder.
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