Una vez como dicte su sentencia, es probable que la historia de las relaciones del Gobierno de Venezuela con los Gobiernos de Las Américas se sitúe en un antes y un después; un antes y un después, cabe precisarlo, al ingreso de José Miguel Insulza a la Secretaría de la OEA: el más emblemático alcahuete regional- así y sin adjetivaciones subalternas- de nuestro deterioro democrático.
Los casos anteriores de El Amparo, El Caracazo, los muertos de Vargas, entre otros y que dieran lugar a iguales demandas contra el país ante el órgano judicial interamericano, concluyeron todos en una declaratoria de nuestra responsabilidad por hechos internacionalmente ilícitos. Se trató, entonces, de supuestos desdorosos y muy dolorosos, por implicar violaciones graves y consumadas del derecho a la vida y a la integridad personal por funcionarios policiales y militares venezolanos, ocurridas en distintas etapas de nuestra historia política, cuando el Estado y su Poder Judicial no se mostraron capaces de remediarlas por si solos.
Sin desmedro de éstos, el caso de la coloquialmente denominada Cortesita o de la remoción de sus jueces Ana María Ruggeri, Juan Carlos Apitz y Perkins Rocha, es el primero que pone a prueba y somete a veredicto internacional la verdad o la falacia de nuestra democracia y de sus instituciones de garantía.
No implicará éste, como lo pretende con su brutal amnesia o desconocimiento la presidenta del Tribunal Supremo de Justicia, Luisa Estela Morales, un juicio acerca de una cuestión meramente disciplinaria e interna que en nada afecta al Estado que manda Chávez o a sus poderes públicos, o que justifique, por la razón dicha, el absurdo y contumaz reclamo de aquella a la Corte de San José para que respete nuestras decisiones judiciales soberanas.
Caben al respecto y por lo pronto dos comentarios.
Luisa Estela Morales fue víctima igual de la medida disciplinaria de remoción e inhabilitación para el ejercicio de funciones judiciales que ahora involucra a los ex jueces Ruggeri, Apitz y Rocha. Pero la primera, a diferencia de éstos, de nuevo es Juez y a la sazón cabeza del Poder Judicial, por sirviente fiel -eso sí- de nuestro reformador constitucional frustrado, Jefe del Estado en ejercicio, y comandante de una Revolución sin destino.
El juicio a la democracia que conlleva el asunto de la Corte Contencioso Administrativa, en la práctica ha lugar, además, por ausencia y debido a las graves omisiones de la OEA y de su Consejo Permanente: renuentes a adoptar, luego de la elección de Insulza, medidas oportunas de seguimiento o preventivas acerca de los muchos hechos y actos ocurridos bajo el régimen chavista que implican violaciones flagrantes a la Carta Democrática Interamericana y a casi todos sus estándares.
El caso de la Ruggeri y sus colegas ex jueces se refiere, es verdad, a violaciones puntuales sufridas por éstos en sus derechos humanos al debido proceso, a las garantías judiciales y al trato no discriminatorio cuando fueran destituidos de sus cargos; pero tales atentados -es lo que importa y destaca- se explican de conjunto en una fractura corriente y vigente, en Venezuela, de los principios de separación e independencia de los poderes públicos y de acceso al poder y su ejercicio conforme al Estado de Derecho, que son elementos esenciales de la democracia representativa.
La acusada renuncia por la OEA al cumplimiento de sus deberes institucionales de garantía colectiva de la democracia, únicos que justifican su existencia desde 1948, encontrará ahora y por defecto, pues, un recodo -para beneficio y solaz de las víctimas venezolanas del "derecho a la democracia"- con la aplicación alternativa, en sede de la Corte Interamericana, de la Convención o Pacto de San José: que asegura, más allá de los Estados y de sus Gobiernos, los derechos fundamentales de toda persona en el Hemisferio, sea cuales fueren sus convicciones políticas.
Con anterioridad y a propósito de otro caso similar, relacionado con la destitución de los miembros del Tribunal Constitucional peruano, la Corte Interamericana puso en su justo medio, desnudándolo, al Gobierno del autócrata Alberto Fujimori, cuya experiencia diera lugar a la aprobación de la Carta Democrática Interamericana. Ahora le toca a la Venezuela de Chávez.
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