Confieso que últimamente estoy faltando al deber profesional que supone la escucha del perenne discurso encadenado y encadenador. Y resulta algo inevitable porque apenas empiezo a escuchar el sonsonete familiar de esa voz impostada, me asalta la náusea.
Ignoro si los demás receptores sufren similar indisposición cuando, en el momento menos pensado, se les comienza a administrar la sobredosis de papilla verbal de las cadenas y se les instala en la garganta esa sensación de vértigo mortal provocadas por las arcadas, previas al saludable vómito liberador. Reacción apenas natural del organismo para expulsar el exceso de alimento en estado de descomposición.
Claro, uno se pregunta cómo y por qué el hombre, a estas alturas, resulta un vomitivo, cuando antes la gente se comía todos sus cuentos y terminaba pidiendo más. Pues bien, la respuesta es sencilla: al principio los incautos, que eran el 80%, se alimentaban de una ilusión. El vendedor sacaba sus pomadas, cantaba sus bondades, ofrecía garantías ("si dentro de un año hay niños en la calle, me cambio el nombre") y quedaba claro que en muy poco tiempo sus pócimas, bebedizos y demás hierbas (incluso aquella que suele masticar bajo la forma de pasta, aunque eso no lo sabíamos entonces), remediarían el hambre, pondrían un techo sobre cada familia y una cama de hospital para cada enfermo de este afligido país.
Pasó el tiempo. El discurso se fue agriando porque todo seguía igual, es decir peor y había que buscar los responsables de la pobreza, de la corrupción y de la injusticia. Ahora, para cumplir el sueño de la tierra prometida, era necesario acabar con las clases dominantes, con la vieja clase dirigente, con Pdvsa, con las Fuerzas Armadas, con la Iglesia, los sindicatos, el imperialismo, los medios. En fin, con los enemigos de la revolución.
Torquemada redivivo en un basilisco que todos seguíamos viendo y escuchando, ya no por la fascinación del cambio transformador que ofrecía, sino por el miedo que sus anatemas generaban en unos y el ansia de revancha que despertaba en otros. La única manera de saber qué sería de nosotros, colocados a su merced, era escuchándolo. No quedaba otra. Y el rating por los cielos.
Pero poco a poco el espectador cautivo fue descubriendo como el discurso se correspondía, cada vez menos, con la realidad. Y esta suerte de disociación no se daba sólo en el plano de las realizaciones constructivas, sino, también (a pesar de todos los latrocinios) en el discurso negativo. De manera que las amenazas de una dictadura sin fin, entre otras perversiones, se quedaron en el verbo. El discurso se perdió en el delirio, el orador terminó mutando en un hablador de pistoladas y cada palabra se convirtió en materia desechable. Por eso, cuando el hombre habla, apago o salgo a vomitar.
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