El culto abierto que a la muerte y a la violencia les rinde Hugo Chávez no tiene mejor referencia en la Historia que la de Nerón, hijo este, se decía, de Agripina y del hermano de ella, Calígula. De otra manera no se explica su insensibilidad ante la vida, que no sea para cuidar de la suya, esa que vive agonioso y sin paz por creer que alguno de los suyos puede quitársela: aun cuando diga que las diarias amenazas le vienen de sus opositores.
De otra manera no se entiende su silencio contumaz ante el crimen que anega los surcos de la tierra venezolana, dándonos malos frutos. Este último fin de semana habrían ingresado a la morgue de Bello Monte 64 cuerpos inertes. Son 108 las víctimas mortales de la violencia capitalina en lo que va del mes de diciembre. Chávez, por lo pronto, sólo piensa en su reelección.
Durante su década de desgobierno las cifras por homicidios pasaron desde la ominosa de 4.500 en 1998 a casi dos decenas de miles durante los diez años transcurridos luego. No por azar la ONU nos considera el país más violento del Occidente y ello parece celebrarlo el Presidente. Es indiferente y omite como gobernante tratándose de la inseguridad, pero desborda en saludos alegres al paso de la pelona y grita "patria, socialismo o muerte".
El país está volteado, patas arriba, desde cuando se instalara el absurdo en Miraflores.
Nunca antes Venezuela se hizo de tanto dinero por su actividad petrolera como en esta década de infortunios. La pobreza, la exclusión y la miseria, se decía, sólo eran propias de los países fallidos, sin prosperidad, y sobre sus ollas, ajustaba la opinión, se cuece la violencia. Paradójicamente, entre nosotros, es como si los funcionarios del Gobierno revolucionario, suerte de Tánatos, le ofrendasen en sacrificio al dios griego de la muerte y al ritmo de cada dólar ingresado a la alcancía del Estado, los cabellos y las carnes de los jóvenes y de los niños venezolanos, quienes son en su mayoría las víctimas aciagas de la "boliburguesía" reinante.
El inquilino de Miraflores no tiene miramientos ni gasta su prodigiosa memoria para hacerles presente a sus "porfiaos" las fechas en las que nuestro país, procurándose la paz o buscando su bienestar, le cantó a la vida, al orden, o le rindió culto a las ideas prohijadoras de la tolerancia. No celebra Chávez ni La Cosiata de 1826 ni la firma del Tratado de Coche, cuando en 1863 se le pone fin a la guerra entre hermanos. Y tampoco conmemora el Decreto de Instrucción Pública Gratuita de 1870, que no sea para mentir afirmando que libró a Venezuela de analfabetos a pesar de que la Unesco le dice todo lo contrario: 1.500.000 compatriotas no saben leer ni escribir aún y son caldo de cultivo para la violencia intestina corriente.
Tampoco celebra la neutralidad bélica de sus predecesores Juan Vicente Gómez y Eleazar López Contreras, y menos tiene presente la acción pacificadora de Leoni y de Caldera, sin los cuales no pocos de los seguidores aún estarían enjutos en las montañas y él mismo tras las rejas de un calabozo. Y a buen seguro que en sus estudios atropellados y sesgados sobre la historia patria, dio por visto el Manifiesto de Joaquín Crespo contra el continuismo, de 1892, en el que afirma sin ambages y apoyado en las raíces de la experiencia nacional en formación "que fue siempre la usurpación del Poder la causa eficiente de la sangre derramada en nuestras guerras civiles, aunque aquélla se velara por los usurpadores con falsas elecciones, con reformas constitucionales o por actos semejantes a los que actualmente se emplean por los interesados en su continuación en el Poder".
Chávez, pues, sólo le canta a la muerte. Quiere ver nuestro territorio teñido de color sangre, rojo, rojito: no se cansa de repetirlo. No concibe ni nos concibe como realidad hecha pueblo fuera de su torbellino de carnicero almidonado. Y por eso le canta a Hades y reniega de Heda, protegido por los muros de su Palacio, al celebrar el 27 de febrero, al conmemorar el 4 de febrero, al exultar durante los 27 de noviembre, o vibrar de alegría el 11 de abril de cada año.
Ahora y a propósito de lo que le importa, su prórroga en el poder hasta cuando le dé la gana, ha ordenado que la convocatoria a referendo y su realización tengan lugar el 27 de febrero venidero, fecha que considera suya y muy propia. En la misma, hace diez años, se habría iniciado su revolución.
Ha pasado para él tanto tiempo, en apariencia, que poco temor ya tiene -a pesar de llevar una vida de hombre temeroso- a confesar que el primer cimbronazo de su empresa de sangre tuvo lugar durante ese malhadado día, cuando casi mil de sus compatriotas fueran víctimas de una inenarrable violencia; esa que apenas cesó, de manera tardía y también fatal, cuando la fuerza pública finalmente decidió contener el río de sangre que algún irresponsable y mal hijo decidió, fríamente, abrirle cauce.
Se trató de un día de luto y de dolor, que mal podía congeniarse o justificarse en su realidad cruenta e inesperada, con la manida tesis del descontento popular con un gobierno tachado por neoliberal y que apenas iniciaba sus pasos, que no había llegado a treinta días de su gestión y que el propio pueblo, de manera mayoritaria, eligió y lo hizo en paz. Alguna mano que comienza a revelarse, pues, con la zorruna astucia de los cobardes le abrió las puertas ese día desventurado a la irracionalidad, para que ella se hiciese de nuestro suelo tanto como ya se hizo de él ese otro emisario de la muerte, el octogenario Fidel Castro, cuyas armas dejaron a inocentes venezolanos regados por el piso, hacia los años '60.
De modo que, si acaso, el próximo 27 de febrero nos toca volver de nuevo a las urnas electorales para decidir sobre la reelección presidencial, habremos de hacerlo en mayoría, no tengo duda de ello, votando afirmativamente por la vida. Pero habremos de vestir algún símbolo luctuoso, haciendo ver nuestra tristeza por las víctimas que nos legara ese igual día de tragedia hacia 1989, sólo celebrado por un fabricador de violencia que inmola inocentes y luego se esconde tras las paredes de la ignominia. Así de claro.
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