Los hechos de la historia, para que no se fuguen ni pierdan su significación han de ser fijados a tiempo. Sólo así pueden servirle a la historia y a su juicio y para que esta haga justicia ante la misma historia, cuando no exista justicia en lo inmediato.
Las declaraciones de Hugo Chávez Frías durante los actos conmemorativos recientes del 11 de abril, le incriminan gravemente. Son su confesión de la responsabilidad por la tragedia ocurrida en tal día, conocida como la Masacre de Miraflores: antesala de lo que él y su gente reducen -con zorruna perversidad- al sainete, que fue solo eso, del "golpe de Estado".
Al asumir como suyos los "mártires" que se inmolaran en la ocasión, pensando en los suyos y burlando a los asesinados, en su mayoría opositores a su régimen, y al justificar los sucesos como parte de una fatalidad necesaria, muestra las huellas de su perversidad como gobernante.
Considera Chávez, en efecto, que el 11 de abril hace yunta con el 4 de febrero, la otra fecha luctuosa que por obra de su insurrección, de su traición como soldado, segara vidas inocentes a las puertas del palacio de Miraflores y en las cercanías de la Residencia Presidencial La Casona.
Pero no le basta el maridaje en cuestión. Lo extiende hasta enlazarlo con otra fecha, el 27 de febrero, día en que cayeron centenares de venezolanos luego de la chispa de violencia que partiera desde las afueras de la capital, encendida -¡Chávez bien que lo sabe!- por quienes más tarde se descubrieran alineados con la malhadada revolución que hoy escarnece a la memoria del Padre de la Patria.
Lo esencial, en todo caso, es la sublimación que hace de estas fechas trágicas, y la singladura con la que las sitúa dentro su objetivo final: la consolidación épica de una dictadura marxista.
La señalada reflexión de Chávez, sin embargo, no bastaría para sostener su responsabilidad por los hechos del 11 de abril.
No es suficiente que se frote las manos de alegría como lo hace, y por el ambiente escatológico con el que rodea a su estrategia de revolucionario; sino no fuese porque desde Miraflores, en tono desafiante y en ese día trágico para el país acicateó los ánimos ya caldeados, sin moderar las pasiones para impedir la masacre, la confrontación entre sus militantes -convocados por sus colaboradores a la calle y apoyados por la Guardia Nacional- y el desfile de varios centenares de miles de manifestantes quienes en protesta pacífica se quejaban por la expulsión que hiciera el régimen - Chávez, pito en manos - de 20.000 venezolanos, de 20.000 familias de venezolanos servidores de la industria petrolera nacional. Y no solo por eso.
Protestaban por la abierta parcialidad del Presidente hacia una parte del país con desprecio de la otra, como si pudiese fracturarse la hibridez de nuestra homogénea sociedad; por ejercer su mandato como el jefe de una montonera de ajustadores de cuentas, de cobradores de viejas deudas políticas que arrancarían desde los años 60; en fin, por su ejercicio de autócrata, de legislador en la penumbra con desprecio por la legislatura democrática, y por asumir al país como un botín de guerra al servicio de sus despropósitos.
La responsabilidad del gobernante, cuando median violaciones masivas de derechos humanos, se compromete por acción y también por omisión.
El país conoce, pues, de testimonios que abonan sobre la citada responsabilidad presidencial en la Masacre de Miraflores. Uno de ellos es el de una víctima alevosamente perseguida, entre otras razones por saber lo que sabe acerca del inquilino de Palacio.
El general Francisco Usón, condenado por la justicia revolucionaria, le previno el 10 de abril sobre la importancia de que fuese tolerante en el manejo del conflicto en puertas.
Chávez dominaba la escena.
Tenía entre sus manos dos opciones en favor de la vida: suspender las garantías e impedir la marcha, si acaso era cierto el propósito insurreccional, o facilitar su desarrollo como expresión democrática de la cultura de la protesta, impidiendo las retaliaciones y abriéndose al diálogo. Mas optó por la muerte. Hizo lo que hizo con saña cainita: dejó que la confrontación tomase su calor hasta el desenlace querido: la masacre de los adversarios y seguir abonando con sangre un proyecto que nació sobre sangre inocente: la Revolución Bolivariana.
El general Raúl Salazar, su otro ex ministro, igualmente le invitó a reflexionar en vísperas del 11 de abril. La respuesta gubernamental no se dilató: reprimirían al costo que fuese. Nada más.
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