A cinco años de distancia del 11 de abril de 2002 no es difícil ver presagios de tiempos aciagos para la República. En la política y en la economía, en la vida personal y en la familiar, con relación a nosotros mismos y al mundo entero. El descontento se multiplica aceleradamente, pero quien tiene la obligación de atender sus razones no lo acepta, no lo quiere ver aunque está ante sus ojos y lo sienta de la cabeza a los pies. No tiene remedio.
Hugo Chávez está enfermo de tiranía. El mal es incurable. Su salida del poder resulta indispensable para que no muera la República. No tiene propósito de enmienda por lo que no habrá rectificación alguna. Mantener el rumbo liquidará a Venezuela. Lo reconocen en privado, por supuesto, algunos de sus más cercanos colaboradores y los adulantes que han hecho del oportunismo una forma de vida. El tipo tiene claros su objetivo, pero con la mente turbada por esta mezcla de ineficacia, corrupción y exceso de poder. Cada día añade nuevas ofensas al desprecio que siente por quienes no son sus babosos sirvientes y desafíos mayores a la agotada paciencia de una nación sedienta de libertad. Solo la salida de Chávez del poder podrá saciar esa sed y abrir el camino para el renacimiento democrático.
Desde el 11A-02 el régimen ha apelado a todas las perversiones posibles, desde la violencia física e institucional hasta los progresivos fraudes para ahogar la voluntad de cambio y mantenerse de manera ilegal e ilegítima al frente de una nación que no comparte sus objetivos de dominación interna y entrega exterior. Llegamos al punto de no retorno para él y para nosotros. Se trata de libertad o tiranía. Democracia o dictadura. Chávez o Venezuela.
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