Chávez estatiza empresas pero paga por ellas, nacionaliza el petróleo pero se asocia con las transnacionales, la emprende contra los terratenientes pero les entrega diez millardos para "quitarles" la propiedad, aumenta el salario mínimo pero por debajo de la tasa inflacionaria y se sale del FMI, pero no sin antes cancelarle la deuda externa con religiosa puntualidad. En otras palabras, aducen estos cínicos optimistas como conclusión: el socialismo del siglo XXI resulta sólo pamplinas para asustar a la gente. En fin, puro verbo y cero acción.
Ocurre, sin embargo, que el verbo de los poderosos no se reduce a mera palabrería. La palabra de un presidente como Chávez, dueño y señor de la escena, tiene consecuencias, obra sobre las mentes, genera temores, remueve posiciones, promueve odios, moldea conciencias, ahuyenta inversionistas, liquida iniciativas, excluye, rechaza, condena y, a fin de cuentas, modifica la realidad como efectivamente lo ha venido haciendo, cada vez con mayor impunidad, en los últimos años.
Los mangos están maduros
Chávez sí quiere el socialismo, aunque eso del siglo XXI no sea otra cosa sino un cuento para dorar la píldora y meternos por los ojos, y hasta ahora sin los estallidos de violencia que Lenin considera no sólo inevitables sino necesarios, las categorías marxistas de "la destrucción del Estado burgués", el establecimiento de la dictadura del proletariado, la lucha de clases, el partido único, la propiedad colectiva, la desaparición de la clase media, de la propiedad privada y de todas las libertades. Aunque, a la postre, la dictadura sea la suya y la propiedad de él, que es el Estado, el partido y el pueblo.
Por eso hay que creerle cuando dice, como dijo el 22 de abril, en su programa dominical, parafraseando a León Trotsky, que en Venezuela y en América Latina "están dadas las condiciones para hacer una verdadera revolución y para ello, siguiendo ahora el pensamiento leninista, es necesario construir "un partido revolucionario, una dirigencia revolucionaria orientada en función de una estrategia y una maquinaria capaz de articular millones de voluntades en una sola voluntad". Según Chávez, siempre con "un pensador luminoso como Trotsky, esas condiciones dadas se comienzan a descomponer, como los mangos, si no las vemos, si no las captamos, si no sabemos aprovechar el momento".
Pequeños burgueses, temblad
Ahora Chávez considera que ha llegado el momento, de manera que ya la revolución no es bolivariana ni se centra en el árbol de las tres raíces (Bolívar, Zamora, Simón Rodríguez), sino en el marxismo (también "Marx es uno de los pensadores más luminosos en la Historia"), en el leninismo y en el trotskismo. En otras palabras, en el socialismo, aquel que nunca llega al comunismo porque es su antítesis (el Estado, antes que desaparecer, no cesa de crecer). En el socialismo pero del viejo, del imaginado en el siglo XIX y del "real", nacido y muerto en el XX.
Por lo tanto la estrategia no está en las posturas tranquilizadoras sobre el futuro de la pequeña propiedad pregonada por teóricos de la revolución como Juan Carlos Monedero, sino en los clásicos como Lenin, quien sentencia, a la hora de referirse a los pequeños propietarios, que "suprimir las clases no sólo significa expulsar a los terratenientes y a los capitalistas -esto lo hemos hecho nosotros con suma facilidad-, sino también suprimir los pequeños productores de mercancías; pero a éstos no se les puede expulsar, no se les puede aplastar; con ellos hay que convivir y sólo se puede (y se debe) transformarlos, reeducarlos, mediante una labor de organización muy larga, lenta y prudente. Estos pequeños productores cercan al proletariado por todas partes de elementos pequeños burgueses, lo impregnan de este elemento, lo corrompen con él, provocan constantemente en el seno del proletariado recaídas de pusilanimidad pequeñoburguesa, de atomización, de individualismo, de oscilaciones entre la exaltación y el abatimiento.
De allí que el padre de la revolución soviética considere como "mil veces más fácil vencer a la gran burguesía centralizada que vencer a millones y millones de pequeños propietarios, los cuales, con su labor corruptora, invisible, inaprehensible, cotidiana, producen los mismos resultados que necesita la burguesía, que determinan la restauración de ésta". Entonces, no es el capitalismo, sino el socialismo, el que liquida la pequeña propiedad.
Dictadura, partido y violencia
La estrategia para llevar a cabo estos objetivos no es otra sino el establecimiento de la dictadura del proletariado que implica la toma del poder por parte de los proletarios, encarnados en él por la vanguardia del partido y el jefe del proceso para "destruir la máquina del Estado burgués. Lenin asienta que se trata de "la lucha de clases del proletariado que ha triunfado y tomado en sus manos el poder político contra la burguesía, que ha sido vencida, pero que no ha sido aniquilada, que no ha desaparecido, que no ha dejado de oponer resistencia; contra la burguesía cuya resistencia se ha intensificado". Así, la dictadura del proletariado se convierte en una suerte de transición, la única posible, para pasar del capitalismo al comunismo. Una meta que sigue siendo una utopía.
La herramienta, el instrumento que hará posible esa labor de demolición resulta predecible: "Sin un partido férreo y templado en la lucha, sin un partido que goce de la confianza de todo lo que haya de honrado dentro de la clase, sin un partido que sepa pulsar el estado de ánimo de las masas e influir sobre él, es imposible llevar a cabo con éxito esta lucha.Quien debilita, por poco que sea, la disciplina férrea del partido del proletariado (sobre todo en la época de su dictadura) ayuda de hecho a la burguesía contra el proletariado". Muy atentos, entonces, los gobernadores Didalco Bolívar y Ramón Martínez.
El cómo operar esa transformación es algo que el neoleninismo chavista ha hecho, hasta ahora, violando la norma establecida por Vladímir Ilich: "La sustitución del Estado burgués por el Estado proletario es imposible sin una revolución violenta. Imaginarse el socialismo como algo que los señores socialistas nos presentarán en bandeja, con un vestidito de confección, no es permisible: eso no sucederá. En la Historia ni un solo problema de la lucha de clases ha sido resuelto de otro modo que por la violencia".
Nunca pudo Lenin comprobar en toda su magnitud esta sentencia, que se hizo profecía, en su propio país, con las cincuenta millones de muertes que su sucesor, el hijo del zapatero de Gori, Iosif Stalin, cobraría a los soviéticos como pago por la consolidación del bolchevismo.
Venezuela, por ahora, no es la China de Mao, ni la Cuba de Fidel, la Camboya de Pol Pot o la Corea de Kim Il Sung y el proceso, atípico en su origen democrático, aunque precedido de un golpe de Estado, no ha sido lo sangriento que exige Lenin.
Nadie sabe si será posible que en esta fase de aceleración y profundización revolucionaria, iniciada por Chávez, a expensas de su triunfo electoral, dirigido a la confiscación total del poder y al avasallamiento de todos los factores que se le oponen, transcurra en paz y sin la condición leninista de la violencia necesaria. Si así ocurriera, la Historia sabrá tomar nota de la equivocación del padrecito Vladímir Ilich Uliánov.
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