El evangelio bolivariano se impone sobre las sagradas escrituras y sobre las versiones de la historia que pueda hacer partiendo de ellas quien está autorizado para interpretarlas siguiendo la tradición y la doctrina de la fe. Ni siquiera Guzmán Blanco aguijoneado por las pulsiones del siglo laico llegó tan lejos. Ensayó bravatas ante el santo solio y se atrevió a amenazar con la creación de una Iglesia Católica venezolana, pero terminó postrado a los pies de la autoridad religiosa.
Una de mis tías del pueblo puso el grito en el cielo cuando escuchó cómo apostrofaba el teniente coronel al sucesor de San Pedro, no en balde con su conducta echaba por tierra la noción de la infalibilidad papal que ha pesado en las costumbres de la grey. Llegó a hablar de herejía, aunque con más pasión que fundamento. Quizá sea mejor ante el caso del mandón hablar de grosería mezclada con tontería, o de ignorancia acompañada de desfachatez, sin meterse en el tremedal de los pecados capitales. La infalibilidad del Papa fue puesta en tela de juicio por algunos cardenales en la víspera de su proclamación, cuando se celebró el Concilio Vaticano I en 1870, detalle que aconseja no clamar por el infierno para quien se ponga a discutir asuntos profanos con un sacerdote vestido de blanco. Preocupados por el carácter del pontífice reinante, el carismático e impredecible Pío IX, pero también por la evolución de la política que procuraba entonces la unidad italiana a costa de la liquidación de los estados pontificios, ciertos purpurados escurridizos abandonaron la sala antes de que se votara el principio de infalibilidad. De allí que fuera un postulado sin el apoyo unánime de quienes podían establecerlo, aunque quedase plasmado inmediatamente en la Constitución Pastor Aeternus. La atribución se convirtió en adelante en uno de los temas teológicos de mayor controversia, hasta quedar relativamente zanjada hoy mediante la proclamación de un magisterio compartido con los obispos y con los prelados de los consejos y colegios que se congregan bajo el amparo del derecho canónico.
Pero no anda descaminada mi pueblerina tía cuando habla de infalibilidad sin saber cómo fue ella restringida en el caso de los papas. En realidad sus congojas nacen de un asunto relacionado con quien asume la posesión de una verdad única e irrebatible que deben aceptar los fieles bajo pena de excomunión, sólo que no atañe ahora a Su Santidad el padre Ratzinger sino a la Augusta Majestad del soldado Chávez Frías. Mientras en el Vaticano se sugieren contrapesos sutiles a las versiones que puedan ofrecer los pontífices sobre el mundo circundante y aun sobre el entendimiento de la confesión que encabezan, la RBV ha permitido el imperio absoluto de lo que invente, piense, niegue, jure, diga y ordene su primer mandatario. El conductor que se siente iluminado por la obra de Bolívar, ha edificado una curiosa basílica republicana para hacer lo que lo venga en gana sin contar siquiera con un concilio pasajero. Nos divide en santos y pecadores, nos exalta y denigra, nos premia y castiga, va de la bendiciones parciales a los anatemas universales mientras ninguno de sus arciprestes se atreve a proponer una contención. Crea un infierno peculiar y clasifica a los demonios que lo habitan. Dirige procesiones de bienaventurados a quienes aglutina en hábitos peculiares y pide que recen ante la imagen de San Simón, sin que nadie lo ponga en cuenta en torno a la discutible beatitud del patrono ni sobre la existencia de una muchedumbre de excluidos a quienes les están vedados los sacramentos que administra desde un altar opulento. Hubiese querido Pío IX un vasallaje tan redondo cuando proclamó la doctrina de su infalibilidad.
Metido en su capa pluvial Hugo I ha inventado una historia a su santo modo, que lo ha llevado a regañar al Papa. Mientras Benedicto XVI habla de la evangelización de lo que culturalmente significó, nuestro pastor simplifica las cosas en sentido maniqueo para detenerse en un pugilato de explotadores y explotados, o de buenos salvajes y conquistadores malvados que no resiste la crítica más complaciente. Pretende que el Papa se arrepienta por su entendimiento de la sensibilidad hispanoamericana, como si fuera una cuestión de capillas y mezquitas. Pero es un tema de raciocinio y debate, lo cual jamás entenderá quien se presenta ante sus súbditos como la encarnación exclusiva de la luminosidad. Y aquí no cabe mejor despedida que la coletilla manipulada hace poco sin fortuna por el sacristán de turno: adiós, luz que te apagaste.
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