El Gobierno ha llegado a un punto de no retorno. Y también quienes fungimos de ciudadanos. El clímax del sectarismo está presente: sustituir 'el padre nuestro' y el libre pensamiento, por cánticos y proclamas revolucionarias. Un batido improviso de mango y remolacha donde naufragamos tiriosos y troyanos. A Chávez le ha ido mal cuando ha tocado teclas sensibles de la sociedad civil: la educación (ergo decreto 1011) . Pero le ha ido bien cuando nos hemos quedado viéndonos el ombligo... Bastaría saber qué parte del cuerpo nos quedaremos viendo ante la promulgación de la Ley de Educación.
El tema es muy delicado. No se trata sólo de reformar un pensum, satanizar contenidos mediáticos, relativizar la autonomía universitaria o estatizar la educación. Lo que se busca es dogmatizar medularmente a la sociedad venezolana. Y esta aseveración no es un lugar común. Es un objetivo policial de un modelo pretoriano y controlador que no se conforma con dominar los poderes públicos, nuestro petróleo, nuestras divisas, la producción agroalimentaria, la propiedad privada e intelectual o el espectro radioeléctrico, sino que va por más: imponer la preferencia ideológica y laica de nuestros hijos, por decreto... De allí al reclutamiento de la ciudadanía, no hay un andar, hay una llegada.
Sabemos de qué pie calza la revolución. Sin embargo vamos al límite de la criminalidad, expropiaciones, atropellos a la libertad de expresión o de la impunidad, creyendo que no nos tocará. Y nos ha tocado sobradamente. Hemos hecho infaustas concesiones que ahora permiten concluir (al gobierno), que sí podrán "calzar" a la medida, su bota izquierda. No resistir una ley que reniega nuestra fe católica (más que un credo, una convicción grupal y cultural), y delega en comunas la rectoría ideológica y "liberadora" de nuestros hijos, supone una triste y dramática realidad, cual es que, poner en riesgo la formación cívica de nuestros menores y su cristiandad, no es un antivalor suficiente para sacrificar nuestros 'privilegios personales'.
Patético. Y no me dirijo estrictamente a un sector apático. Me dirijo a una clase política dizque revolucionaria que demostrando un espantoso vasallaje, ha aprobado una ley para rendir loa y obediencia a un jerarca, asegurando un curul, un lote de poder y la sonrisa de aquél, a cuenta de inmolar el derecho de nacer y crecer en la más consagrada de las libertades: pensar y decidir libremente.
El tema es muy delicado. No se trata sólo de reformar un pensum, satanizar contenidos mediáticos, relativizar la autonomía universitaria o estatizar la educación. Lo que se busca es dogmatizar medularmente a la sociedad venezolana. Y esta aseveración no es un lugar común. Es un objetivo policial de un modelo pretoriano y controlador que no se conforma con dominar los poderes públicos, nuestro petróleo, nuestras divisas, la producción agroalimentaria, la propiedad privada e intelectual o el espectro radioeléctrico, sino que va por más: imponer la preferencia ideológica y laica de nuestros hijos, por decreto... De allí al reclutamiento de la ciudadanía, no hay un andar, hay una llegada.
Sabemos de qué pie calza la revolución. Sin embargo vamos al límite de la criminalidad, expropiaciones, atropellos a la libertad de expresión o de la impunidad, creyendo que no nos tocará. Y nos ha tocado sobradamente. Hemos hecho infaustas concesiones que ahora permiten concluir (al gobierno), que sí podrán "calzar" a la medida, su bota izquierda. No resistir una ley que reniega nuestra fe católica (más que un credo, una convicción grupal y cultural), y delega en comunas la rectoría ideológica y "liberadora" de nuestros hijos, supone una triste y dramática realidad, cual es que, poner en riesgo la formación cívica de nuestros menores y su cristiandad, no es un antivalor suficiente para sacrificar nuestros 'privilegios personales'.
Patético. Y no me dirijo estrictamente a un sector apático. Me dirijo a una clase política dizque revolucionaria que demostrando un espantoso vasallaje, ha aprobado una ley para rendir loa y obediencia a un jerarca, asegurando un curul, un lote de poder y la sonrisa de aquél, a cuenta de inmolar el derecho de nacer y crecer en la más consagrada de las libertades: pensar y decidir libremente.
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