En la primera mitad del siglo XIX europeo , la palabra "socialismo" era mucho más subversiva que la palabra "comunismo": esta última tenía más bien resonancias o connotaciones religiosas. Pero ya en tiempos de la llamada "primavera de los pueblos" de 1848, eso había cambiado, al punto de que se comenzó a llamar así a las corrientes más radicales del socialismo, al tiempo que este último, como se decía burlonamente, comenzó a ser aceptado en los salones.
Es muy a punto en 1848 que aparece en Francia un folleto que pasó inadvertido en medio del turbión revolucionario, y sus lectores posiblemente no pasaron de doscientos, porque no más de tantos eran los emigrados radicales en París : el Manifiesto del Partido Comunista. Sus autores eran dos refugiados alemanes, uno de ellos judíos : Karl Marx y Friedrich Engels.
Todo eso es historia muy conocida, presente hasta en la más superficial de las enciclopedias. Pero lo que se sabe menos era que al emplear para designarlos la palabra "comunismo" sus adversarios, por ignorancia o deliberadamente, hacían de esa palabra sinónimo de anarquía. Y no sin razón, porque en todas esas corrientes estaban presentes dos ideas centrales: el aborrecimiento del Estado (y la búsqueda de su disolución) y del individualismo (a lo cual oponían la solidaridad). En esto último coincidían también con los socialistas de todo pelo, aunque no necesariamente en lo primero. Cuando Marx y Bakunín fundan la Asociación Internacional de los Trabajadores (la Primera Internacional), la unidad y casi fusión entre anarquistas y comunistas no se debía sólo a la necesidad de unir sus escuálidas fuerzas, sino a la también coincidencia, al menos en esas dos actitudes, esos dos propósitos.
En socialistas, comunistas y anarquistas es pues común la desconfianza hacia el poder del Estado, y difieren sólo en los métodos para combatirlo: en los socialistas la reducción de su poder, en los anarquistas y comunistas su disolución.
Después del aplastamiento de la Comuna de París, al fundar Engels y Kautsky en los años ochenta del siglo XIX la Segunda Internacional, incorporaron, se supone que a instancias del último, la democracia como componente del socialismo: es el origen de la socialdemocracia, nombre común a los partidos marxistas, entre ellos el alemán y el ruso (el francés se partió en dos segmentos : el Parti Ouvrier de Jules Guesde y el Parti Socialiste de Jean Jaurés).
Entonces los marxistas trataron de recuperar de alguna forma el término "socialista", y adoptaron como suya una fórmula inventada por Saint-Simon, el socialista utópico e industrialista que ellos más respetaban. Socialismo y comunismo serían así dos fases de un mismo proceso: en el socialismo se recibiría "de cada quien según sus capacidades y se daría a cada quien según su trabajo"; en el comunismo se recibiría "de cada quien según sus capacidades y se daría a cada quien según sus necesidades". Al colocar la sociedad comunista más lejos, ésta recuperaba su carácter utópico, casi celestial, mientras que el socialismo era cosa de todos los días, a veces suciamente terrenal.
Al poner manos a la obra, los líderes del llamado "socialismo real" dieron a luz un sistema económicamente inviable, políticamente antidemocrático y moralmente inhumano. Pero cuando una vez muerto el camarada Stalin, y menos presentes si no totalmente ausentes Siberia, el paredón y el manicomio, se quiso deshacer algunos de sus entuertos, pese a ser muchos, se escogió uno en primer lugar; lo que se llamó "el culto a la personalidad".
¿Por qué? En Occidente se pensó que era una simple añagaza para culpar a un solo hombre de los crímenes del colectivo gobernante: como hemos recordado en nuestro estudio sobre Gómez, hay un error que un tirano no debe cometer jamás: morirse. Pero en el fondo estaba su mala conciencia de comunistas convictos y confesos, que al glorificar a Stalin estaban marchando a contrapelo de lo que el socialismo y el marxismo significaron desde sus inicios: que los odiadores del Estado habían creado un Superestado absolutista y los odiadores del individualismo se habían vuelto adoradores de un individuo, el camarada Stalin.
Vengamos a nuestros días y a nuestro ámbito. Hoy se nos propone un autodesignado "socialismo del siglo XXI" que, en una comparación escatológica, uno de sus teóricos, Heinz Dieterich ha calificado de "indigestión" ideológica (y ya se sabe cómo desemboca siempre una indigestión). Si se le pregunta a su heraldo miraflorino, se le escuchará balbucear más que si tratase de relatar su gesta del Museo Militar el cuatro de febrero de 1992. A lo más que ha llegado es a recomendar a unos curas que se lean a Marx y a Lenin: recomienda leer lo que él no ha leído; olvidando que esos curas conocen mejor que nadie aquello de que "Fray Ejemplo es el mejor predicador".
Hasta ahora, todo lo que conocemos los venezolanos del "socialismo del siglo XXI" recoge las peores características del "socialismo real" del siglo XX, y nada más: el proceso de creación de un Estado absoluto, omnisciente y omnipresente y el culto a la personalidad del Héroe del Museo Militar llevado pronto al bronce por orden de un adulador a quien sus secuaces llaman "el tarikito" para diferenciarlo acaso del gran El Tariki, ministro saudita creador, junto con Juan Pablo Pérez Alfonzo, de la OPEP.
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