El pasado domingo apagué el televisor y corrí a buscar un libro. Apenas sacudido de la impresión que me habían provocado las imágenes, registré la biblioteca para toparme con un texto que me ofrecería luz después del espectáculo recién terminado. Se trata de una investigación coordinada por el colega Domingo Irwin, Control civil y pretorianismo en Venezuela, editada por la UCAB.
Domingo Irwin ha pintado canas en la investigación del militarismo a través de un riguroso camino. De allí la ayuda que buscara en sus afanes ante las cosas que acababa de contemplar en cadena nacional de radio y televisión.
Irwin comienza el volumen señalando cómo el vocablo pretorianismo se remonta a la antigüedad romana, con el objeto de aludir a las cohortes que organizaba el emperador de turno para su servicio y resguardo personal, o para lo que fuera de su antojo. Para los efectos de lo que ahora se pretende enfatizar quizá no hubiera sido necesaria la alusión a época tan remota, pero no parece ocioso el itinerario si se recuerda la desafortunada expresión de Chávez en su última visita a Cuba. Al borde del éxtasis en la puerta de la alcoba de Fidel Castro, cuando hizo su aparición el decrépito personaje extendió los brazos y desembuchó la siguiente exclamación: "Oh, el César". Nadie sabe qué resorte movió de veras la jaculatoria -pudo ser la admiración, o la cochina envidia- pero, por lo menos para quienes contemplamos la escena desde la lejanía, es evidente su relación con los mandones que ejercían el poder sin frenos ni contrapesos en la ciudad eterna.
Ya circunscrito a la actualidad, el autor acude después a una serie de investigadores anteriores para proveerse de sustento teórico. Trabaja con la definición genérica que hace Samuel Huntington sobre Estado pretoriano, de la cual quizá convenga retener ahora este fragmento: un Estado "donde las ambiciones privadas son contenidas por un sentido de la autoridad pública y el papel del poder (es decir, de la riqueza y la fuerza) llega al máximo". Más elocuente se muestra el politólogo Samuel Perlmuter, catedrático de la Universidad de Yale, quien establece una sinonimia entre la Cleptocracia y lo que denomina Tiranía Pretoriana, es decir, un acoplamien- to entre el delito y el gobierno férreo cuyo respaldo se localiza en una "oligarquía militar". Pero entre ellos llamó mi atención el profesor Frederick Mundell Watkins, colaborador de la Encyclopedia of Social Sciences, quien aborda el tema del pretorianismo como sigue: "Una palabra de uso frecuente para caracterizar una situación en la cual el sector militar de una sociedad dada ejerce una influencia política abusiva, empleando o amenazando emplear la fuerza".
Sea como fuere, la imposición del pretorianismo obedece a la inexistencia de control civil. De acuerdo con las explicaciones de Irwin, el predominio del ejército y de una burocracia fiel sin cortapisas a la cabeza de un gobierno, ocurre cuando pierden su influencia las instituciones y las organizaciones anteriores de la sociedad. O cuando no se construyen otras en su reemplazo. Cuando desaparece la supremacía de lo civil y de lo cívico en la gerencia de la sociedad en sentido moderno, es decir, en experimentos de cohabitación en los cuales jamás se impone a rajatabla un desenlace, el ejército anteriormente subordinado ocupa los espacios de la cúpula, pero también del resto de la pirámide, para establecer una hegemonía redonda. Sin la contención objetiva de las regulaciones usuales, aunque también sin la posibilidad de que subjetivamente puedan ejercerse presiones desde la menguante civilidad, se entroniza la sensibilidad cuartelaria en función de la voluntad de quien se exhibe como su encarnación y guía. Sin embargo, el ejército pierde en lugar de ganar mientras protagoniza el pretorianismo: disminuyen las destrezas de los oficiales, se tuerce el derrotero académico, la alternativa de los ascensos se hace intrincada y se forma una imagen antagónica frente a los miembros de la sociedad civil, que puede desembocar en un abismo.
No es usual que un televidente termine consultando trabajos de investigación para descifrar lo que acaba de pasar frente a su vista. Pero veía yo entonces el desfile del 4 de febrero, como habrán supuesto los lectores, una conmovedora experiencia cuyo origen no podía explicar sin el auxilio de una linterna, sin la ayuda de un fulgor que advirtiera sobre la cercanía de un despeñadero insondable. Como tal vez no fuera el mío un caso insólito, ofrezco ahora un poco de esas luces para que calculemos entre todos de a cómo nos tocará después de la exhibición de los cosacos.
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