En la opinión pública (queremos decir con esto quienes opinan en la prensa y el simple y común hombre de la calle) ha comenzado a marcarse un signo de interrogación cada vez más grande: ¿por qué el Gobierno parece desinteresarse de lo que sin duda es el problema que más angustia a todos los sectores sociales venezolanos, el de la inseguridad?
No decimos que parezca desbordado por eso, ni que se trate de su ineficiencia e incompetencia para tratarlo. No: es que da la impresión de que para el Gobierno se trata de algo que no existe, el que en ocho años de gobierno hayan caído por muerte violenta unos cien mil venezolanos de todas las edades, sexo y condición, como si este fuese un país en guerra. Cuando las raras veces que muy tangencialmente, los ministros responsables se refieren a eso, es para decir que se trata de malintencionadas exageraciones de la oposición, que las cifras reales indican que el número de muertos no pasa de noventa y nueve mil o algo así¿
El colmo de los colmos sucedió esta semana: el jefe de la ahora llamada "policía científica" logró rebajar el número de muertes semanales excluyendo de ellas a los ajustes de cuentas entre bandas criminales, porque esas defunciones no pueden llamarse "homicidios".
Es prácticamente imposible desligar varios hechos en apariencia distintos, o por lo menos separados en el tiempo: el lenguaje hamponil del aspirante a Presidente Vitalicio cuando se refiere a quien lo contradiga, sea miembro de la oposición política, de alguna institución independiente (Iglesia, ONG), o gobierno, o cuerpo deliberante extranjero, y hasta la misma Fuerza Armada o sus propios partidarios que pudiesen tener la veleidad de pensar por cabeza propia en lugar de obedecer sin chistar como buenos soldados. En fin, uno lo oye únicamente expresarse en su ya demasiado habitual lenguaje de portero de burdel ("plasta","pendejo", "vayan a lavarse ese¿ paltó", etc. ). Si se reflexiona sobre el hecho de que esa palabra es ya acción podría llegar con solo eso a una aterradora conclusión. Pero es que eso no es todo.
Cuando uno une esa palabra con su manifiesta admiración por un asesino como el llamado "Chacal" ("distinguido compatriota") y por un genocida en acto como el Hussein masacrador de kurdos y el fanático iraní que, no contento con negar el Holocausto, llama a borrar un país entero, Israel, del mapa. Y además une lo anterior con la magnífica coartada que el mismo día de su toma de posesión brindó a los atracadores ("si mis hijos tuvieran hambre, yo también agarraría un revólver y atracaría un banco") la conclusión va más lejos, a saber que la falta de reacción (¿dónde está la "Misión Delincuencia"?) frente al hampa no es descuido ni ineficiencia sino complicidad pura y simple entre quien te atraca en la calle para quitarte un par de zapatos nuevos y quien atraca al país en la descarada forma en que lo hace el mandón de Miraflores: Dios los cría y ellos se juntan.
Ya todo lo anterior sería bastante, y por supuesto bastante grave. Pero hay algo mucho más perverso, tanto que, como está sucediendo ahora, si se trabaja aceleradamente en eso, se lo hace en el más impenetrable de los secretos.
Es su empeño, ya casi desembozado, de ir más lejos de lo que han llegado todos los totalitarismos del siglo XX, con excepción del hitleriano. Porque al fin y al cabo Mussolini se vio obligado a pactar con la Iglesia, con la Monarquía y hasta con el Ejército. Pero Hitler no. Su fin último era el mismo que el primero: destruir todas las instituciones.
Muy bien, se nos dirá, pero ese es el fin de todas las revoluciones. Cierto, pero esas revoluciones lo hacían para sustituirlas por otras, las propias, las revolucionarias. En el caso del hitlerismo, ha dicho uno de sus más acertados intérpretes, Sebastián Haffner en sus luminosas Anotaciones sobre Hitler, el propósito del tirano alemán no era destruir el Estado para sustituirlo por otro, sino para que no existiese ninguno.
O sea, que para que nada limite el poder del Führer no se debe crear ninguna institución ni red de instituciones que pudiesen formar una pantalla entre el supremo poder (o sea, YO) y el pueblo que no es más, como lo dice muy bien Umberto Eco, "una ficción teatral", una masa gregaria que sólo chilla y aplaude, no para protestar sino para repetir al jefe.
Lo hemos venido repitiendo hasta el cansancio: que a Chávez no le interesa ganar esta o aquella elección, sino que no haya elección alguna, que el venezolano pierda su confianza en la validez del voto adquirida pacientemente a lo largo de los tres cuartos de siglo que van desde la muerte del Benemérito General Juan Vicente Gómez hasta el final del siglo XX. Dos, que no se trata en su caso de sustituir la que el llamó aduladoramente "la mejor constitución del mundo" y (simultánea y despreciativamente) "la bicha" por otra "mejor todavía", sino que no quiere constitución alguna; que no busca eliminar los poderes clásicos para sustituirlos por un gaseoso "poder popular" sino que no quiere instituciones de ningún tipo. En suma, que su aspiración no es comandar un Estado, sino reinar sobre el caos, un caos que le devuelva siempre como un espejo su figura de Narciso enamorado de sí mismo. Ese caos que en la imaginación popular lo mantiene y estimula, lo agranda y arropa todo la acción del hampa.
Tal vez no sea del todo ocioso recordar a la vez a la historia y a la leyenda: Hitler se suicidó al ver que su "Reich de mil años" duró apenas doce. Y el Narciso enamorado de sí mismo, de tanto verse en el espejo del agua terminó ahogándose en ella. Será.
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