El triunfo de diciembre de 1998 y la retahíla de victorias electorales constituyeron toda una grata sorpresa para un Chávez que desechaba los mecanismos de "la democracia burguesa" por suponer que nunca, a través de ellos, se podría imponer un proyecto negador, como el suyo, de un sistema político hecho sólo para la perpetuación en el poder de "las elites dominantes".
Descubrió, entonces, el placer inefable de la adoración popular, se embriagó de triunfalismo, se convirtió en un vicioso de las encuestas y sintió que su imbatibilidad sería vitalicia. Y debía ser así porque si las fórmulas democráticas le venían bien (para entonces tenía a la gente de su lado), al mismo tiempo la naturaleza de su mandato (que no era el golpe con el cual siempre soñó) le imponía el respeto a ciertas normas y formas que los dictadores suelen saltarse a la torera con total desprecio por la opinión pública, tanto la doméstica como la internacional.
Este inesperado origen democrático de su mandato desbarajustó sus planes y lo forzó a aplicar cámara lenta a una película que en los primeros quince minutos sería vértigo, violencia, despojo y explosión. Todo ese volcán que pondría la sociedad patas arriba tendría que ser debidamente regulado en el tiempo y administrado por gotas, o por cuotas, en un proceso lento en el cual la revolución sobrevendría como un orgasmo pacientemente trabajado y de baja intensidad. Pura vaselina, pues.
Así, poco a poco se dieron las condiciones prerrevolucionarias (caos, violencia, lucha de clases, polarización) y el Gobierno se dedicó a la única tarea que le interesa: la dominación total de la sociedad, algo que en los países comunistas es posible porque a la nomenklatura nunca le interesó el voto popular (la opinión de los ciudadanos no les importa) y poco se ocupan de resolver los problemas o de hacer obras.
Sólo que como no podía, pero tampoco quería (acostumbrado a alimentar el ego con fuertes inyecciones de votos) el máximo jerarca dejó relativamente intacta esa pendejadita de la institución electoral y ahora, atenazado por la ineficacia, la corrupción y el país anegado en una matanza interminable, se enfrenta a un electorado que ya percibe esa indiferencia criminal, más cruel aún porque trata de taparla con promesas de amor imposibles y una lenguaje disolvente, el menos propicio para conquistar a unos votantes que se sienten traicionados.
Roberto Giusti
El Universal
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