No sin entera razón, hay quien considere por lo menos exagerado asimilar el Führer alemán a nuestro mandamás venezolano. Es cierto que, con todo y Plutarco, ese tipo de comparación es siempre riesgoso aunque sólo sea por lo que decía el Infante Don Juan Manuel: que si bien todos tenemos dos ojos, una nariz y una boca, no existe un rostro igual a otro; y en el caso que nos ocupa, el cabo Hitler se ganó la Cruz de Hierro peleando en la Gran Guerra 14-18 y al final se pegó un tiro junto con su mujer y su perro; mientras que nuestro teniente coronel, "nunca fue a la guerra", y además, aparte de no tener perro, ha confesado preferir la inconstancia de las parejas "bienpagás" a la suicida fidelidad de una Eva Braun; en cuanto a la propia sangre, no fue eso lo que derramó en la batalla del Museo Militar. "Los obreros no tienen patria"
Pero hoy queremos referirnos a una sola cosa, y dejar que el lector saque de nuestro análisis sus conclusiones por sí sólo, "como un grande". Se trata del slogan que hoy hace desgañitarse a los militares en cuarteles y desfiles: "¡Patria, socialismo o muerte!". "Los obreros no tienen patria" proclamaban Marx y Engels en el Manifiesto Comunista que invitaba a unirse a los "proletarios de todos los países". De modo que el socialismo llamado "científico" por sus creadores nació con una confesa vocación internacionalista; y para dejar claro que no se trataba de una abstracción teórica, ellos se preocuparon, antes que de fundar partidos nacionales, de juntarse en la Primera Internacional. Muerto Marx y derrotada la Comuna de París, los socialdemócratas alemanes recuerdan su primigenia vocación y, bajo la inspiración y dirección de Engels y de Kautsky, fundan la Segunda Internacional, aniquilada en 1914 por el patriotismo. Los "socialpatriotas" En lugar de lanzarse, como prometido, a la huelga contra la guerra, los socialistas apoyaron a sus ejércitos nacionales y sus gobiernos. Indignado, Lenin acuñó contra ellos uno de sus más feroces insultos: "socialpatriotas"; declaró la muerte de la Segunda y fundó, en 1919, la Tercera Internacional; que también mató el patriotismo bajo la consigna estaliniana del "socialismo en un solo país".
En su Mein Kampf Hitler, decía sentir horror al escuchar aquellos proletarios de uniforme que seguían jurando por el socialismo y contra el patriotismo que los estaba haciendo morir en las trincheras. Fue allí mismo que llegó a pensar en una cosa para matar la otra, o sea que "Patria" (Nación, Volk) anulaba "Socialismo": había nacido el Nacionalsocialismo, el Partido Nazi. Entre esas dos ideas-fuerza que se anulaban, sólo quedaba viva una tercera pata del guéridon: la muerte. Aquí nos topamos entonces con una de las adoraciones del hitlerismo y en general de todos los fascismos: la tanatofilia o peor aún, el culto de la muerte. Hasta la menos gloriosa Joachim Fest advertía en su magistral biografía del dictador germano, cuán monumentales eran los desfiles y conmemoraciones funerarias del Tercer Reich, con sus banderas desplegadas donde el negro se imponía sobre el rojo, donde las campanas doblaban a muerto, donde se exaltaba y se elevaba al martirio hasta la menos gloriosa de las muertes, la de un Horst Wessel caído en una pelea de proxenetas; donde todo era pasado y todo pasado era dolor y sangre. En las primeras marchas de las S.A., cuando todavía no se había generalizado el símbolo de la cruz gamada, las milicias nazis hacían gala de un nihilismo pueril: sus banderas negras así como sus gorras militares, traían grabadas, como en las naves piratas del siglo XVI, una calavera y las tibias cruzadas. Todo eso se sintetizaba en España con el oxímoron preferido de Millán Astray: "¡Viva la muerte!". También los fascistas españoles mostraban su adoración de la más vieja y loca enemiga del hombre. El crepúsculo de los dioses Así, la frase "muerto en acto de servicio" que suelen usar las policías para señalar a sus funcionarios caídos en combate contra el hampa, en alguna estela funeraria franquista fue transformada en "la muerte ES un acto de servicio". Todo eso terminó como se sabe, en un muy buscado Gotterdamerung con ochenta millones de cadáveres, un millón para la sola España. En cambio, cuando los fascistas alemanes trataban de organizar un desfile para describir el paraíso que esperaba a los arios de raza pura, nunca podían pasar de las cursilerías de rubios querubines en rosados camisones, tocando liras y flautas entre nubes y cuernos de la abundancia.
En el caso venezolano, de los cuatro intelectuales más destacados del "socialismo del siglo XXI", sus teóricos (como quien dice, sus cuatro evangelistas) Mario Silva, Alberto Nolia, José Vicente Rangel Vale y Lina Ron, es sin duda alguna esta última la más lúcida, la más arrojada y la de expresión más clara.
Como tal, suele precisar en román paladino, al gritar la consigna copiada en el título de estas notas, que "Cuando decimos muerte, queremos decir ¡muerte!" Queda así claro: la amalgama de nacionalismo y socialismo en un partido o en un slogan nada tiene de novedoso ni de siglo XXI: se dio en el siglo veinte en Alemania. Esa mazamorra de nacionalismo trompetero con demagogia se llamó nacional-socialismo, y todo terminó en cenizas. En nuestro país una amenaza semejante está presente en la consigna "Patria, socialismo o muerte". Como las dos primeras cosas se anulan, queda el otro término de la ecuación. No como opción, sino como amenaza.
Manuel Caballero